Juan Carlos Chirinos
Este fin se semana estuve presentando El niño malo cuenta hasta cien y se retira en Ginebra; allí, en la ciudad donde está enterrado Borges pero, mucho más importante, también la ciudad donde está Albatros, la librería que dirige Rodrigo Díaz, ese librero de Ginebra que da como para una película basada en una gorda novela. La librería es una preciosidad llena de libros en español en territorio francófono, un nido de agitación cultural -por allí han pasado todo tipo de escritores y editores célebres-, pero lo más importante de la librería y de Rodrigo, me di cuenta mientras estábamos conversando sobre mi novela, es que desde ese rincón ginebrino ha ido uniendo escritores en España; todos los que lo conocemos ya queremos que otro escritor, que otro libro que acaba de salir, esté en la librería, porque se ha vuelto importante estar allí. En Madrid hablamos de él con cariño y reverencia; con ganas de visitarlo. Se me hace que así sería la curiosidad que despertaba el maestro Simón Rodríguez cuando vivía en las altas montañas bolivianas.
Ricardo Sumalavia
El amigo ginebrino
La semana pasada estuve menos de 24 horas en Ginebra. Una ciudad que pisaba por primera vez y que, estoy convencido de ello, visitaré regularmente. Con Carmen recorrimos la ciudad vieja - debería decir corrimos por la ciudad vieja- para lograr visitar una serie de galerías de arte verdaderamente impresionantes. Las calles angostas, sus ascensos, sus gradas, todo lo vimos color gris. A mí me gusta el color gris y eso basta. Al final de la tarde llegamos a la librería Albatros y, a unos pasos, el Centro Cultural Terra-Incógnita. Ellos me habían invitado a dar una charla y yo, como siempre fui terriblemente puntual. Ellos, según me dijeron en un pequeño bar latino de este centro, estaban aún en un taller de edición. Era la última fecha de este taller y, lógicamente, lo estaban aprovechando al máximo. Sólo unos minutos después se abrieron unas puertas y salió de allí el escritor guatemalteco Eduardo Halfon. Apereció con tal energía que pareció que sólo se asomaba a tomar aire para luego volver a sumergirse en una piscina. Luego salió, con una calma angelical, como si recién hubiera comulgado, Manuel Borrás, editor de Pre-textos. Junto a él también estaba su colega Manuel Ramírez. Esa noche tuvimos una mesa redonda con todos ellos y la pasé muy bien. Y la charla posterior y la cena inigualable. Pero quien no estaba muy presente en un primer momento y que se fue materializando poco a poco fue el amigo ginebrino. El se llama Rodrigo Díaz Pino y es el dueño de la Librería Albatros, sin duda la mejor librería de textos en español en Suiza. Es lo que supe de él esa noche. Pero en la hora 15 de mi estancia, la que correspondía a la hora del desayuno, vino Rodrigo a visitarnos al hotel para convensar un poco más. Este ahora ginebrino tenía un pasado rocambolesco. Peruano de nacimiento, con cuarenta años como yo, resultó ser un casi vecino mío en Lima en los años ochenta. Las posibilidades de encontrarme con alguien de mi barrio en Suiza son casi infinitas, pero ya sabemos que el infinito es una risa. Este antiguo limeño había llegado a Ginebra con su mochila y 17 francos. Primero había llegado a Rusia para estudiar medicina, sin embargo pronto se dio cuenta que la medicina no era lo suyo. Y los rusos también se dieron cuenta, pues lo invitaron cortesmente a desaparecer del país. El tuvo en claro que a Lima no volvía. Por ello deambuló por algunos países antes de llegar a Suiza. Y ya lo dije, con 17 francos. Esa primera noche se hallaba en busca de la plaza más segura en la cual dormir, cuando vio a un grupo de latinos. Se presentó ante ellos, les explicó su situación y una peruana le dijo que podía pasar la noche en su habitación. Luego aclaró que todo ese grupo de latinos dormía en su habitación y que todo ese grupo debía salir a las 5 de la mañana sin chistar, antes de que los dueños de la casa se den cuenta. Ella cuidaba los niños de esa familia. Bueno, Rodrigo supo que las cosas irían bien. Y así pasó. Primero fue el barrendero ilegal de una librería y, luego, trabajando a lomo partido, llegó a ser propietario de la misma librería. Y ahora, muy suelto de huesos, como cuando se apareció en Ginebra con una mochila y unos pocos billetes, quiere llevar adelante la librería y una editorial. Y no para, eso es seguro.
Carlos Salem
Borges en bicicleta
Dicen que aquí Borges lleva años haciéndose el muerto para pasear en bicicleta sin que nadie lo molesta. Puede ser. También puede ser que un ciego pedalee sin peligro de atropello en una ciudad en la que las viejas no se asustan de mis pintas cuando me acerco en su ayuda para abrirles la puerta del hotel desde fuera, o los policías me sonríen en lugar de palparse la cartuchera con la reglamentaria.
Una ciudad en la que se habla francés pero se bebe cerveza como si estuviéramos en la parte alemana de Suiza, que también tiene una parte italiana.
Y sin saberlo, o sabiéndolo y disfrutando de ello, Ginebra tiene una parte que habla, sueña y piensa en español.
Se llama Librería Albatros y lleva casi 30 años remando en nuestro idioma, reuniendo a hispoanoamericanos y suizos que aman esta lengua, soplando cultura sin mayúsculas, acaso porque Rodrigo Díaz, que va a los pedales, sabe que las mayúsculas vienen siempre después de un punto y aparte y él apuesta por los puntos suspensivos.
Con la complicidad del Instituto Cervantes de Lyon, Rodrigo contrabandea poetas y narradores de habla hispana a Ginebra, y no mira el ránking de ventas o los premios,sino los libros. Cosa rara, dirán ustedes, en un librero. Pero por suerte quedan muchos que lo hacen todavía.
Allí llegamos, el sábado, Casimiro Parker, Octavio Rincón, el Número Tres, El rey la chica autora del pedo más bello del mundo y yo, (todos con un sólo billete, tiene mérito), para presentarnos en la ciudad helvética y con miedo a meter la pata. Igual lo hicimos, no lo sé. Pero en ese caso, que no se culpe a mis personajes sino a mí. En el local de Albatros, pese a la lluvia que había caído con violencia nada suiza, los asistentes tuvieron que tragarse la charla que di, inconexa, como siempre, pero sincera. Lo único que he aprendido en estos dos años de publicar libros y presentarlos, es que no me sirve ni me gusta prepararme un discurso conveniente, y que la corrección política es un tipex que siempre te acaba manchando los dedos.
Hablé de las novelas, de los cuentos y los poemas. Y también de los proyectos que vienen. Leí dos cuentos del libro y una sarta de poemas impertinentes que me siguen gustando cuando los leo ante un público nuevo.
Contesté sinceramente a las preguntas inteligentes del escritor cubano José García Simón y me llevé la sorpresa de una plaquette con mi poema "Buscadores de oro", realizada por el poeta Sergio Cáceres.Pero lo más importante: conocí a gente que vive los libros como un viaje y el español como la maleta en la que llevar esas vivencias. Cosa rara, entre personas que hablaban tres idiomas como mínimo, yo, que penas hablo español y mal, creo haberme hecho entender. Luego fue la charla, las cervezas, los proyectos de volver pronto,tal vez un taller después del verano, puede que una revista para que los 30 años de Albatros no pasen inadvertidos,y la sensación de estar en casa, ahora que otra vez no tengo casa.
Me quedarán nombres en el tintero (menuda chorrada, ya nadie usa tinteros),pero prometo recuperarlos, así como más fotos.
Entre tanto, no se me puede olvidar el entusiasmo lector y la calidez de Loretta y Gina, indispensables para que e albatros siga planeando mientras Rodrigo pedalea, la cordialidad de Martina, la vociferante euforia constructiva de Santiago, la inquietante curiosidad de Gabriela...
Me faltan nombres, digo, pero los recuperaré, porque tenía que ser en Ginebra, después de más de 20 años en europa, donde comprendiera, por fin, qué coño es ser hispanoamericano.
Y me gustó.
Jorge Eduardo Benavides
Albatros
Lo primero que me sorprendió de la librería Albatros fue la variedad y calidad de sus títulos y lo muy al día que estaba su dueño, Rodrigo Díaz, en materia de novedades editoriales. Esto, que puede ser más o menos una obviedad en cualquier librería, cobra otro sentido si les digo que se trata de una pequeña librería de libros en español, situada en el corazón de Ginebra. Fue también mi primera visita a una ciudad que andando el tiempo se ha convertido casi en otra casa para mí, habida cuenta de que suelo ir con frecuencia a dictar talleres o a presentar libros y he terminado por hacerme con un plano mental del casco viejo y algunos otros barrios como Paquin, Plain Palais o Carouge en los que, paseando por sus calles o en torno al lago Leman siempre experimento el breve asalto de la felicidad, sobre todo cuando por las mañanas me instalo en la cómoda biblioteca municipal a escribir. Por todos lados brotan pequeños cafés y bistrots que parecen salidos de un apunte de George Grosz, callejas pulcras y sinuosas por donde cruzan atildados hombres de negocios e infinidad de restaurantes y brasseriès estupendos para disfrutar de un entrecote o la olorosa fondue, regado todo con un buen vaso de vino de la región.
Pero Ginebra también son los amigos como Rodrigo Díaz, un librero que trabaja con entusiasmo para tener en su librería las últimas novedades editoriales no sólo españolas sino de otros países de habla hispana: Visitar Albatros es vivir siempre la acechanza de la sorpresa, pues allí es frecuente encontrar libros que resultan imposibles de hallar en España o incluso darse de bruces con joyas que sucumben en las librerías españolas ante la avalancha de títulos más ostentosos. Rodrigo no sólo es un librero cuidadoso y sagaz: ahí, en el pequeño espacio de Albatros, ha presentado libros de una larguísima lista de escritores españoles e hispanoamericanos y ha gestionado que muchos de ellos den conferencias, en colaboración con Daniel Ibarra, de la asociación Abanico, y con John Deighan, un profesor entusiasta y siempre presto a traer gente de los confines del mundo para satisfacer la curiosidad de sus alumnos.
Rodrigo es uno de esos gestores culturales que no saben que lo son pero que funcionan ellos solos con la laboriosidad y diligencia de un equipo al completo: te bombardea a correos electrónicos para dejar todo a punto, te recibe en el aeropuerto -pese a que no tiene coche- te instala donde te vayas a quedar, te consigue lo que necesites (por ejemplo un imprescindible adaptador para los enigmáticos enchufes suizos) y luego siempre tiene tiempo y ganas para salir a tomar una copa. De manera que Albatros no sólo es uno de esos lugares referenciales para todo aquel que quiera encontrar una novedad editorial o un libro a punto de ser descatalogado, o para ir a escuchar a un escritor que viene a presentar su último libro o a dar una conferencia. Albatros es, en realidad, un centro cultural que aglutina a hispanoamericanos, españoles y suizos en torno a los libros y a nuestro sonoro español que allí, en la fría y educada Ginebra, resuena en todos los acentos posibles: es decir, cosmopolita. Y en estos tiempos de insensatez diferencial, es un pequeño milagro que ocurre en el centro mismo de Europa.